La educación de los hijos es una gran responsabilidad, para la que los padres, en general no estamos preparados. Muchas veces nos preguntamos: ¿Cuánto confía mi hijo en mí? Muchas son las preguntas alarmantes que retumban en la cabeza de los padres, desde que los niños nacen, pero mucho más cuando están llegando a la adolescencia. Padres preocupados, que no saben qué actitud tomar, es un tema que existió siempre.

Debería existir una escuela para ambos padres, recientes o veteranos. En la actualidad las que son para las embarazadas, tienen bastante concurrencia. Es el ginecólogo el que lo recomienda, y a veces los futuros papás, acompañan a su pareja en ese trance. Cuando la desorientación de los padres les rebalsa, (en general, en la adolescencia), aparece la tentación de espiarlos, y según cómo hayan sido ellos educados, es lo que sí, o no, harán.

Cuando lo emocional produce intolerancia de la situación, habrá gritos, llantos, castigos y puertas que se cierran con llave. No se encuentra la forma de averiguar por qué no salió de su habitación en todo el día, o por qué está triste, o de qué se ríe… o se queda callado, o solo dice: “no es de tu incumbencia”. Lo que pasa es que a una cierta edad, los hijos dejan de respetar a sus padres, y es la opinión de su grupo lo que les interesa.

Para los padres ésta es una gran prueba en la cual está en juego, el éxito o el fracaso en la crianza de sus hijos. Necesitan conseguir que sus hijos confíen en ellos, y los hijos necesitan sentirse seguros de que sus padres los escucharán y sabrán cómo aconsejarlos, sin reprenderlos. Lo importante es la opinión que los hijos tengan de sus padres. En general, tener una buena relación, solo pasa cuando todos ya son adultos. Algunas heridas son difíciles de olvidar y de sanar.

Cuando un chico está en la pre-adolescencia, se siente inmerso en un mundo enorme en el cual debe encontrar su propio lugar. No confía en todos los adultos, solo en algunos, (que pueden ser, o no, del grupo familiar), donde haya relaciones sanas y confiables. En esta etapa ya “dejó de ser de los padres”, necesita mucho espacio privado, pues ahora se siente que es un adulto. Todas sus pertenencias son intocables, (correspondencia, diario, email, fotos, etc.); las comparte solo con quien quiere.

No somos dueños del Alma de nuestros hijos; no podemos vivir la vida de ellos, solo tenemos que ofrecerles nuestro amor y apoyo; ellos han de cometer errores y al enfrentarse con sus consecuencias, aprenden. Los padres han de estar muy atentos, pues hay chicos que expresan sus largas angustias hacia afuera, (peleando o siendo violentos con otros, o hacia adentro, teniendo problemas de tristeza o de salud), allí se necesita la ayuda de un profesional. 

Recuerdo que tanto yo como mi marido, en esa época de la adolescencia de nuestros hijos llegamos a desesperarnos, y lejos de nuestras mutuas familias, no teníamos a quien recurrir. Para colmo, nuestros amigos más cercanos, no tenían hijos. Yo era la más exigente, replicando lo que viví con mis padres. Él, que a los quince años ya era huérfano, (habiendo quedado a cargo de su hermano mayor, quien vivía retándolo), era el más permisivo.

 Nuestros hijos aprendieron a ser personas respetuosas y responsables, al ver el trato que entre sus padres había. Considerábamos importante contarles los problemas que nos aparecían en nuestros respectivos trabajos y preguntarles de los suyos en el colegio, con profesores o compañeros. Ese mutuo diálogo abría las puertas para un real acercamiento. La conversación era entre amigos, ninguno juzgaba al otro, ni se consideraba que es el que sabía del tema, solo se daba el parecer.