Durante la pandemia el mundo nos mostró, que compartimos el destino con toda la humanidad, y dado que cada uno de nosotros somos simplemente células de ella, tengo la impresión que este shock que todos sufrimos no consiguió transformarnos, solo logró pequeños cambios en algunos y ningún adelanto en otros. Considero que todo lo que así nos llega, masivamente, es una ayuda de lo Alto hacia la evolución de la especie humana.
Para crecer en consciencia necesitamos poder integrar dos polos difíciles de conciliar: “yo” y lo “otro”. Una persona madura, tanto psicológica como espiritualmente, puede descubrir que su identidad no está contrapuesta a la del otro, sino que ambas pueden enriquecerse precisamente por la diferencia. En toda relación podemos enfocarnos en la bondad, verdad y belleza escondida en cada situación que tengamos que vivir. Esto se da tanto en mi persona como en la del otro.
Todos buscamos la manera de ser felices, pero nosotros sin los demás, no existimos, necesitamos relacionarnos, compartir nuestra vida con otros. Poder ser felices es uno de los tantos dones que traemos para experimentar, pero a la vez es una tarea personal y comunitaria, pues la felicidad es contagiosa, es algo que se irradia, que se trasmite. Necesitamos también descubrir quienes somos en nuestra profundidad, y eso lo consigo a la vez que descubro quien es esta persona que está compartiendo conmigo. Y lo que siempre me atrae, es ver su inocencia, el que sea transparente, con gestos limpios, sin ninguna simulación u ocultamiento.
Que en cada relación estemos presentes o ausentes, depende de la calidad de nuestra escucha, de nuestra apertura, atención, y entrega. Se trata de escuchar todo de forma sagrada. La vida entera es escucha porque vivimos en una continua interacción entre lo exterior y lo interior, deseando que la respuesta que doy sea la más adecuada para cada situación. Esto atañe tanto al tiempo de oración o meditación como a la relación con pareja, hijos, amigos, etc. Escuchar es dejarse fecundar por la realidad para que nuestra respuesta la fecunde a su vez.
Hay un tiempo para cada cosa. Cuando se es joven es el tiempo de: partir, explorar, transgredir, y sedimentar todo lo que se está viviendo. De todo lo que vivan harán una síntesis más adelante. Hay que confiar en ellos porque a través de ellos se expresa la Vida. No hay nada ni nadie que no proceda de Dios y que no retorne a Dios. Cuanta más experiencia, más aprendizaje; cuanto más aprendizaje, más conciencia. No hay prisa alguna. Esto empezó hace 15.000 millones de años. ¿Por qué y para qué precipitarnos?
Hemos de escudriñar también, en nuestra relación con Dios. Ese Dios al que cada uno le da un nombre y se lo imagina de una forma diferente. Así como toda planta tiende hacia la luz, nosotros naturalmente tendemos a buscar a Dios, y esa energía sublime tiende hacia nosotros, porque en lo humano toma forma y puede así, ver su obra. Este hacernos mutuo, es un movimiento, un flujo constante, pues todo está en proceso. La gente que se dice “atea”, puede ser que no crea en una imagen de Dios antropomórfica. Eso sería un avance. A medida que nosotros maduramos, la imagen que podemos tener de Dios también madura, y se hace cada vez más intima, más “yo mismo”. Todavía nos asusta creer que somos “Él” bajo la forma de “nosotros”; co-creadores de nuestra vida, de nuestra realidad.
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