Todos siempre estamos aprendiendo algo, a medida que vamos viviendo, de eso no me queda ninguna duda, y es lo que me hace apreciar y valorar tanto esta vida. Ayer, cuando salí a caminar, Luky, el viejo perro de mi nieta que siempre me acompaña al verme con mis dos bastones, y ansioso esperaba que yo habrá el portoncito para salir al camino. Luego en nuestra trayectoria él puede adelantarse bastante, no caminamos uno al lado del otro, salvo en cortos momentos. Él para, me espera, me cuida, si ve que sigo avanzando él sigue buscando que pastos comer, y hace lo suyo.
Ayer me asombró, que en un momento, volvió como cincuenta metros, desde el otro lado del camino, cruzando eufórico, excitado, ansioso, contento… No tuve dudas que venía a contarme algo, y allí vi que de mi lado venían caminando una pareja, a los que veía venir últimamente, en el mismo horario en que yo salía, y que entonces al cruzarnos, nos saludábamos… Ellos siempre admiraban al hermoso perro, algo decían al respecto, sobre todo ella, le acariciaba la cabeza, le decía ¡qué hermoso que eres!
Yo me emocioné muchísimo cuando los vi que venían, y comprendí que Luky, corría feliz a contarme que nuestros amigos estaban llegando. Allí recién empecé a entender, cómo un animal tiene sus propios sentimientos, y mucho más intensos y precisos de lo que yo misma me creía. Y ahora, me quedo pensando en cómo influye en nosotros, “los humanos inteligentes”, las cosas que nos decían nuestros padres, o maestros, o fuimos estudiando o leyendo, y quedamos limitados, prisioneros de todo eso, a tal punto que en mi caso particular, llegué a creer y decir que las emociones y alegrías o sufrimientos que experimentamos son intensas, pero que nunca un animal podría sentir algo así.
Recuerdo otras dos ocasiones, en que el Soto, otro perro que teníamos en la chacra de Bolsón, nos demostró todo lo que un animal podía percibir, y sentir, y a la vez cómo intentaba poder expresarlo. La primera circunstancia tiene que ver con cuando llegábamos a la chacra después de que el dentista me había extraído seis raíces, y le dijo a mi marido: – “Pobrecita, hice una carnicería, y no quiere tomar antibióticos, dijo que los comprará, y los tendrá por si los necesita pero que tiene otros recursos…” Al llegar, el Soto, un doverman grandote, me puso la pata justo allí donde me dolía, y yo me largué a llorar…
La segunda circunstancia fue cuando estábamos almorzando en la chacra y ya nos habían informado que el cáncer de mi marido era terminal. Comíamos callados, la mesa para dos, estaba apoyada contra la ventana que daba a la terraza, nosotros tratando de asumir esa tremenda noticia, y el perro mirándonos desde el lado exterior del ventanal, cuando de repente mi marido me dice, – “Mira, Diana, al Soto le viene corriendo una lágrima…” Y así era, entonces, cuánto sabe, cuánto sienten y cuánto expresan es mucho más de lo que solemos imaginarnos.
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